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El 17 de enero de 2015 la televisión catalana emitió, censurada y con un año de retraso, la pelí­cula documental “Ciutat Morta”, que pese a aparecer en un canal secundario, gozó de numerosa audiencia. La “ciudadaní­a” dejó de mirar para otro lado un instante y pudo constatar el calvario padecido por cinco jóvenes inocentes en manos de matones corruptos y de tribunales arbitrarios. El montaje del 4F no ha sido el único que ha revelado la connivencia entre polí­ticos cómplices, policí­as torturadores y jueces prevaricadores. Recuérdese el 9F, el caso Raval, el del ojo de Esther Quintana, el de la muerte del actor Alfonso Bayard, el del ciudadano rumano Lucian Paduraru, el de las palizas de los tres jóvenes de Gracia o la reciente Operación Pandora, por sólo mencionar los más ruidosos.

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Tampoco es el único donde la policí­a ha actuado violentamente con total impunidad, ha manipulado atestados y ha mentido en los juicios; se sabe que además ésta se ha visto premiada con indultos, ascensos y recompensas por esa clase de servicios.
Algo huele a podrido en Barcelona, pero que nadie se escandalice por ello más de la cuenta. Lo verdaderamente escandaloso no son las denuncias falsas, las vejaciones gratuitas infligidas a los detenidos o la saña criminal de los “protocolos de actuación” de los verdugos uniformados; mucho menos, la complicidad y el encubrimiento de los polí­ticos, las coacciones a los testigos, la desestimación de pruebas y los procesos judiciales sin garantí­as. Lo indignante es que todo este universo kafkiano forma parte de la normalidad ciudadana. A dí­a de hoy, tal tipo de conductas es normal, está legitimado, puesto que para los responsables de tanto atropello es la única forma de garantizar con eficacia el mantenimiento del orden establecido a escala municipal.

Las revueltas ocurren cuando los gobernantes pierden toda credibilidad y su autoridad no inspira respeto a quienes gobiernan. Es así­ de sencillo. En tal situación, aunque la gente obedezca por costumbre, el “Sistema” se sabe frágil; no le basta con disponer de un cuerpo polí­tico y judicial sin fisuras para aplastar el menor atisbo de vida independiente, sino que necesita un espacio público domesticado donde el trapicheo ambulante, la fiesta autónoma (que no era precisamente el caso de la “Anarco Peña Cultural”), la deriva opaca y sobre todo la libertad pública -ese gusto por hablar, discutir, respirar y actuar- no puedan ni siquiera asomar. Los dirigentes conciben a los súbditos dí­scolos como amenaza, o sea, como un “enemigo” capaz de colarse por cualquier resquicio. La naturaleza de dicho enemigo resulta fácil de elucidar con sólo mirar a las ví­ctimas del celo policial: indigentes, inmigrantes, jóvenes “de estética okupa”, manifestantes, miembros de piquetes de huelga, y, en general, cualquiera que se cruce en el camino de los mercenarios del orden “cí­vico”.
Esas figuras del enemigo público han relevado a las del “desafecto”, “ateo”, “comunista” o “anarquista”, mediante las cuales la pasada dictadura de Franco exorcizaba a sus oponentes y justificaba una represión implacable. El régimen partitocrático nacido de la reconversión pactada de la dictadura no modificó un ápice la relación hostil entre gobernantes y gobernados; tampoco derogó la legislación punitiva anterior, ni purgó sus aparatos policial y judicial. La “peligrosidad social”, que caracterizaba al “enemigo”, se encarnó a su vez en el “terrorista”, el “traficante”, el “delincuente habitual” y, finalmente, en el “antisistema”, legitimando así­ una involución legal que suprimí­a derechos y permití­a el acoso policial en nombre de los “valores democráticos” y la “seguridad ciudadana”. De modo semejante, la dictadura lo habí­a hecho en nombre de la “paz”, la “religión” y el “orden público”. La partitocracia no habí­a desarrollado instituciones capaces de integrar la protesta social, ni habí­a conseguido que los colectivos disidentes se dejaran instrumentalizar o corromper, por lo que la cuestión social -la condición humana bajo un capitalismo en constante reestructuración- se iba contemplando desde la perspectiva dirigente como una cuestión de orden.

Como pasa siempre, los abusos policiales precedieron a la ley, indicándole el camino. Y con enorme facilidad, la partitocracia ha vaciado la carcasa liberal constitucionalista para reproducir condiciones polí­tico-sociales tí­picas de los regí­menes autoritarios. Tiene demasiados puntos vulnerables, por eso se ha de proteger contra un enemigo multirreincidente, que lo mismo surge en forma de desahuciado, que en forma de enfermo de hepatitis C. Realmente la violencia policial indiscriminada es el primer paso de una guerra contra la población súbdita, a la que la conflictividad convierte en “sospechosa”. Y como en toda guerra, la fuerza es empleada para aniquilar al contrario, no para persuadirle de lo inapropiado de su proceder. Ahí­ el “Sistema” tiene siempre razón: las ví­ctimas inocentes son culpables de haberse encontrado en el lugar equivocado, en el momento equivocado.

Paradigma de los nuevos fundamentos represivos de la sociedad capitalista son las aglomeraciones urbanas modernas, que hoy conforman un modo de vida obediente a los imperativos de la economí­a y de la polí­tica. En ellas no existe espacio público que pueda funcionar como ágora; el dominio de la decisión queda recluido en pasillos y despachos, fuera de los cuales “los fuertes se comportan como quieren y los débiles sufren como deben” (Tucí­dides). Una élite constituida por polí­ticos, promotores culturales, banqueros, constructores, hoteleros y especuladores, administra las conurbaciones como si fueran empresas, impulsando procesos de “esponjamiento”, gentrificación y museificación. El objetivo no es otro que convertirlas en espacios explotables a semejanza de las grandes superficies comerciales y los parques temáticos. Dicha transformación requiere no solamente desplazamientos importantes del vecindario con escasos recursos, sino el control total de la calle y la expulsión por todos los medios de aquellos recalcitrantes, cuya presencia resulta molesta al nuevo usuario de la misma, a saber, el artista diseñador, el comprador o el turista.

En ese contexto de reordenación urbaní­stica, la guardia urbana desempeña un papel higiénico semejante al de la policí­a armada del franquismo: ha de limpiar los lugares de población indeseable, pobre y fuera de control, aplicando sin trabas garantistas las polí­ticas de tolerancia cero que se desprenden de las ordenanzas municipales restrictivas. De este modo, un fenómeno más bien de alcance menor como el de los mendigos, okupas fiesteros y migrantes indocumentados, por producirse donde no debe, se convierte en un problema urbano de primera magnitud. Eso explicarí­a de manera suficiente la existencia de cuerpos de dudosa legalidad como la unidad UPAS de la Guardia Urbana de Barcelona -compuesta por dos centenares de sicarios especializados tanto en la cacerí­a de vagabundos y jóvenes con pintas llamativas, como en la disolución violenta de concentraciones y actos festivos irregulares. En consecuencia, también resultarí­a obvia la protección incondicional que disfrutan aquellos por parte de los alcaldes y concejales, así­ como la comprensión benevolente de jueces y fiscales, cosa que les otorga carta blanca para la comisión de toda clase de atropellos.

Esa mezcla de matonismo policial, connivencia procesal y conchabamiento polí­tico no es otra cosa que el “Sistema”, que desde Cataluña se promociona como “modelo Barcelona”, marca pionera en su género, cuyo rigor ha despertado la admiración de las élites urbanas peninsulares. Al original le han surgido imitadores, pero Barcelona sigue siendo la capital europea de la intolerancia y los malos tratos, algo de lo que sin duda sus polí­ticos, sus magistrados y sus esbirros se sentirán orgullosos.

El montaje del 4F no fue una anécdota, sino un dato más en el haber del “Sistema”. Por eso el intento de revisión que propone “Ciutat Morta”, apoyándose en la explotación mediático-sentimental del sufrimiento de las ví­ctimas y en la existencia de un “verdadero” culpable, nos parece errado. El culpable es de todos conocido de sobra: es el mismí­simo “Sistema”. í‰ste es el torturador, el montajista, el prevaricador. Pedirle a éste una retractación, una compensación moral, o incluso una depuración de sus instituciones, solamente servirá para calmar la mala conciencia ciudadana del espectador, horrorizado ante las prácticas cotidianas con las que los guardianes del statu quo garantizan la estabilidad de su modo de vida sumiso. Entrar en el juego de los medios de comunicación pidiendo justicia y verdad a quien es por naturaleza injusto y falsario únicamente beneficia al “Sistema”, que con sólo echar mano de unas cuantas cabezas de turco quedará sólidamente legitimado ante sus acólitos y electores. No es ese el camino. A quien quiera encontarlo, sólo si realmente se le quiere encontrar, le bastará con mirar hacia todo lo que el montaje quiso suprimir.

Revista Argelaga, 27 de enero de 2015

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