En 1985, el jurista conservador Gí¼nther Jakobs se congratuló ante el mundo de la aparición y desarrollo de una legislación restrictiva en clara contradicción con el Derecho Penal tradicional, dentro del cual constituía una parcela extraña a la que denominó Derecho Penal del Enemigo. Dichas leyes sancionaban conductas a las que la “autoridad competente” atribuía el papel de llevar a la comisión de actos delictivos aunque dichos actos no se hubieran cometido. El supuesto infractor sufría castigo no por hechos realizados, sino por hechos posibles. La ley ya no le contempla como un ciudadano del Estado con plenos derechos, sino como un peligro, un enemigo del Estado con derechos recortados, o mejor, sin derechos. Pues bien, dada la inestabilidad de unos sistemas políticos donde la progresión de la injusticia social evidencia su fracaso histórico, la legislación contra el “enemigo” ha pasado de ser la excepción a la norma, quebrando la relación lógica entre la falta y la sanción, o el delito y la pena. En el actual ordenamiento jurídico las detenciones y registros arbitrarios sin órdenes expresas, la violencia gratuita de los agentes del orden, las deficientes garantías procesales y el castigo desproporcionado por delitos inexistentes, empiezan a ser normales. Lo hemos visto recientemente, por ejemplo, en el juicio del 4F, en los procesos a piqueteros, en la Operación Pandora y en la revisión de la sentencia a quienes “bloquearon” el acceso al Parlament de Catalunya, cosas que confirman una situación que ya no corresponde a un estado de Derecho, sino a un estado de Excepción, o sea, a un estado de No Derecho. Políticos, policías, jueces, fiscales y magistrados gustosamente contribuyen a ello.
La idea de “enemigo” constituye la base de un estado de Derecho Suprimido, es decir, de una Democracia de la No Libertad (de una Dictadura). Por enemigo se considera no al corrupto, al prevaricador o al delincuente privado, sino al adversario del ordenamiento jurídico y político vigente, a quien combate a éste, sea con ideas o con hechos. El enemigo es el enemigo público, el del sistema político, aquél que no acepta su legitimidad y considera su existencia como la garantía de una desigualdad y una opresión perpetuas. Y el sistema, para protegerse, se separa de su enemigo, lo pone fuera de la ley y lo trasforma en criminal, puesto que la disidencia es un crimen, el mayor. El sistema se considera en guerra contra ese “enemigo” y por lo tanto le aplica leyes de guerra. Cuando el Jefe Superior de Policía de Valencia, Antonio Moreno, nombrado por Rubalcaba, justificó en una rueda de prensa (20 de febrero de 2012) la contundencia de las cargas policiales en las manifestaciones contra los recortes en la Enseñanza refiriéndose a los estudiantes como “el enemigo”, proclamaba con la naturalidad del verdugo un secreto de Estado a voces. El funcionario fue ascendido dos años más tarde. Todavía hay quien se rasga las vestiduras hablando de rasgos “típicos del franquismo”, cuando en realidad son típicos de la democracia de castas parlamentarias. No, el Derecho Penal del Enemigo no es un legado de la Dictadura de Franco; es una invención del sistema democrático bipartidista.
Un sistema autoritario, se llame democrático o no, se define respecto a su enemigo, ese ser vil e infame que pretende su abolición, y en la actualidad la etiqueta de “terrorista” cuadra a la perfección. Pero calificar a todo enemigo de terrorista requiere una gran flexibilización del concepto. Así pues, en el campo gaseoso del terrorismo cabe de todo, desde la quema de contenedores y el lanzamiento de bengalas a los actos propios de la lucha armada, desde la difusión de ideas y la okupación a los atentados suicidas. En ese todo queda atrapado cualquiera que discrepe de la forma estatal como la ideal de una sociedad libre organizada y dude del desarrollo económico capitalista como esencia de la democracia, puesto que a poco que practicase sus ideas, en el lenguaje del orden equivaldría a “subvertir el orden constitucional, o suprimir, o desestabilizar gravemente el funcionamiento de las instituciones políticas”. El delito de opinión, es decir, el tener una opinión contraria a la dominante, al parecer lleva lejos. Igual que los delitos de usurpación y resistencia a la fuerza pública, es decir, la creación de centros sociales en edificios abandonados y la protesta ante la brutalidad policial. Las imaginarias tramas de “terrorismo anarquista” descubiertas por la policía y perseguidas por los jueces son una clara muestra de lo que estamos diciendo.
La Operación Piñata del 30 y 31 de marzo último, segunda parte de la Operación Pandora, han tenido por objeto la detención de personas acusadas de pertenecer a una “organización criminal con fines terroristas”. Entiéndase bien eso de “fines”, puesto que ni hay prueba alguna de que los detenidos estuvieran organizados, ni tampoco de que se les puedan atribuir acciones que hasta utilizando los criterios más amplios sean calificables de terroristas. La organización en sí, con la que muchos no han tenido nada que ver, los Grupos Anarquistas Coordinados, no ha sido más que un foro de relaciones entre individuos y colectivos de ideología afín a efectos de propaganda perfectamente trasparente, con su dirección de correo electrónico incluida. Sin embargo, en el Derecho Penal del Enemigo, la organización del contrario es delictiva por naturaleza, y por lo tanto, criminal y terrorista per se; un “punto de encuentro de grupos violentos” dispuestos a cometer improbables “sabotajes y colocación de artefactos explosivos” con el objeto de “sembrar el terror en la población”. Aquí se juzga solamente por la intención, que se da por sentada. El enemigo no tiene derecho a la intimidad, ni tampoco a la libertad de expresión o de reunión, por lo que tanto el uso del servidor Riseup, como la publicación de un libro y la coordinación de personas, son consideradas pruebas suficientes de delitos potenciales y aun de otros ya cometidos por desconocidos, como los petardos de feria colocados en cajeros automáticos o los artefactos sin carga explosiva de la Almudena y del Pilar, que servirán para calificar de “terroristas” a las víctimas de la operación.
El Director general de la Policía Nacional Ignacio Cusidó no tiene empacho en afirmar públicamente que “el terrorismo anarquista se ha implantado en España” y por eso la lucha contra él es “una prioridad para la policía”. Si los hechos desmienten tales despropósitos, tanto peor para los hechos. Los agentes del orden arreglarán pruebas y los jueces desecharán testimonios favorables. El Derecho Penal del Enemigo nos sumerge en un universo kafkiano que en cierto modo tiene su lógica y esa es la del miedo. La aberración yihadista y la crisis prolongada amenazan con despertar una histeria securitaria en las masas ciudadanas que no augura nada bueno. Malos tiempos para la libertad, un valor a la baja, y buenos para los halcones de la política. El miedo es la coartada del Poder, y un sector de éste es partidario de jugar esa carta a fondo. Las algaradas callejeras han ridiculizado montones de veces la eficacia de unas fuerzas del orden mentalmente muy identificadas con su función represora, pero incapaces de neutralizar una lucha urbana ruidosa que cuenta con efectivos no excesivamente numerosos. El ridículo es a veces mucho más subversivo que la propaganda radical o la pedrada, si bien no es el acto de sabotaje del sistema más contundente, sí es el que más lo deslegitima. La Operación Piñata no se ha desencadenado pues contra un etéreo terrorismo anarquista, sino que forma parte de un plan de guerra que apunta al entorno segregado del sistema, a la base de la disidencia social y de la resistencia callejera. A los ateneos, centros okupas, asambleas vecinales, colectivos obreros autónomos, grupos anticarcelarios, agrupaciones en defensa del territorio… Es una operación de limpieza que intenta evitar que unos minúsculos puntos de apoyo, al calor de la crisis económica y política, se conviertan en palanca de una crisis social difícilmente manejable. Como dijo Cusidó, se trata de una “labor preventiva”, dos palabras que conviene interpretar en sentido militar, puesto que este servidor del Estado es consciente de estar en guerra contra el bando radical de la justicia social, la igualdad y la libertad.
¡Abajo el Estado! ¡Libertad inmediata para los detenidos!
Revista Argelaga, 1 de abril de 2015.
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