Lo que les voy a narrar son hechos acaecidos en una infancia y adolescencia que se desarrollaron en las calles de la barriada donde nací y me criaron; en un barrio de Burgos, en Gamonal. No era una zona residencial, más bien era la periferia de una ciudad conservadora. Un relato de Benjamín Lajo Cosido.
Un antiguo pueblo que con el paso del tiempo fue absorbido por la ciudad. De hecho es Gamonal el barrio más poblado. Todavía, para referirnos a ir al centro urbano, decimos, “ir a Burgos”
La Inmaculada, así se llama la barriada, ha tenido un pasado muy conflictivo, hablando en términos sociales. Siempre se consideró como una zona comanche, con sus propios alcaldes, buenos y malos. Y mucha tribu urbana. Un barrio de payos y gitanos. Puro mestizaje.
Una noche, mi hermano José, cinco años mayor que yo, estaba inspirado y maquinó una pequeña diablura que aún me hace llorar de risa recordarla. Como las casas estaban enfrentadas en hileras simétricas decidió atar un hilo de pescar, hilo de coco, al llamador de metal que antes de los timbres lucían las puertas de las casas. En esa casa vivía (vive) el vecino y amigo, Teodorin. De la edad de mi hermano y por supuesto de su pandilla juvenil. Yo estaba relegado a una aceptada adolescencia.
Con la oscuridad de la noche, buscando las sombras de las luces de las escasas farolas que iluminaba la calle, consiguió hacer un nudo en el llamador y me lanzó el carrete para que lo cogiera a la ventana de nuestro dormitorio. Desde nuestra habitación, con la persiana bajada y a oscuras, comenzó la función.
Mi hermano José hizo mover el hilo transparente tres veces, en tono serio. Vamos, como llamaría un médico de urgencias o la Guardia Civil. Instantes después vimos aparecer a Teodoro, el padre de nuestro amigo Teodorin, un buen hombre, con cara de sueño. Era de madrugada.
Sin dar más importancia al hecho de las misteriosas llamadas, Teodoro cabeceó y entró de nuevo en su casa. Mi hermano José, se tomó su tiempo y encendió un pitillo como un vaquero del Oeste Americano. Con esa sonrisa maliciosa que se eleva sobre las demás. Volvió a tensar el hilo de pescar y repitió la operación anterior. Pero esta vez tensó más el martillo del llamador para hacer sonar todavía más fuertes sus llamadas. Tres.
Esta vez el que salió fue Teodorin, el hijo, el amigo de mi hermano y su sonrisa maliciosa se le hizo perversa. Podrán imaginar al menos el cachondeo que aquella idea nos estaba deleitando.
Teodorin, bastante mosqueado, se fue hasta la esquina. Luego hasta una calle adyacente. El caso es que maldiciendo en voz casi inaudible regresó a su hogar con portazo añadido y un cruce de palabras con su padre por lo que pudimos oír ocultos tras la ventana de nuestro cuarto.
Ya creía que mi hermano se había reído bastante e insistí en que lo dejara. Pero como era el mayor, yo sólo podía callarme y acatar. Lo cierto es que estaba cagado de que se descubriera el sabotaje a los vecinos y mi padre nos saludara la cara.
A los pocos minutos hizo algo que logró paralizar mi corazón durante unos momentos. Como si estuviera poseído por el propio Lucifer comenzó a llamar en forma de ametralladora haciendo que las luces de casi todas las casas se encendieran tan acojonados como lo estaba yo. Era una alarma de fuego, de bombardeo. Algo que me cuesta transcribir. Sin darme tiempo a reaccionar, mi hermano José mordió el hilo y lo dejó caer a la calle. Así se debe sentir uno cuando le cortan el cordón umbilical, pienso ahora. El ligero viento ayudó a que el hilo se desplazara, con lo cual el abanico de vecinos sospechosos se ampliaba en gran número. Pero lo que más me sorprendió de mi hermano José, es que se asomó a la ventana e increpó uniéndose como el resto de vecinos a la falta de respeto del sinvergüenza que había organizado aquel follón. Que se notaba que el cabrón de aquello, no iba a madrugar como él, les dijo. Incluso bastantes vecinos le dieron la razón, hasta Teodorin.
(A la memoria de un hermano que nunca se fue)
Benjamín Lajo Cosido, memorialista
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