Publicado por DV & archivado en Antifascismo, Elecciones.

La ultraderecha lleva usándolo desde siempre, pero en cierta medida alguna vez ha calado en prácticamente todos los discursos políticos. Caer en la falacia “ad hominem” era tan fácil como eficaz. Pero hoy este no-discurso sólo beneficia al nuevo fascismo.

Un apunte antes de empezar. Antes de hablar de derecha, fascismo, ultraderecha… es necesario hacer una definición, al menos de “nuevo fascismo” término que usaremos mucho en las siguientes líneas. Actualmente no hay una definición clara que clasifique a las derechas y parece difícil llegar a tener una que se convierta en algo de facto. En este artículo los fascistas o neonazis, son los que pretenden suplantar la democracia liberal por otros regímenes. El nuevo fascismo sin embargo es populista, autoritario y nativista pero en apariencia demócrata, no quiere subvertir la democracia aunque la erosione con su discurso. Las filas del nuevo fascismo no están pobladas de neonazis, fascistas ni falangistas, son demócratas aunque las apariencias y sus pretensiones nos engañen. El nuevo fascismo podría ser considerado como la variante neonazi reformista. Lejos de imponer esta definición, que se entienda al menos en las siguientes líneas.


El insulto es una regla en el no-discurso del conjunto de la ultraderecha, lo fue siempre, pero hoy se ha vuelto algo peligroso y muy efectivo que no parece tener freno. Esta táctica comunicativa además fomenta la doctrina del odio, quiebra las líneas argumentales profundamente ya que el insulto es mucho más efectivo que un argumento. Pero aunque el nuevo fascismo sea líder absoluto de esta oscura técnica casi todas las corrientes ideológicas lo han usado, incluso contra las propias líneas de la derecha. Ejemplos como – Abascal sí que es un vago- o -los obreros de derechas son retrasados mentales- no son raras de escuchar, incluso de la boca de quién escribe estas líneas.


La doctrina del insulto escava la trinchera y neutraliza al contrincante para que no entre en el debate. Vagos, parásitos, golpistas, bolibarianos, feminazis, invertidos han sido y son, hoy más que nunca, algunos de los insultos comunes en la ultraderecha que se exhiben sin pudor en medios de masas y en prime-time. Dependiendo del contexto lo normal es que el insulto no sea excesivamente evidente y esté suavizado. Se utiliza el término “paguitas” para señalar a vagos y parásitos, el separatismo para los golpistas o la protección de la familia contra los invertidos… Esta estrategia de comunicación no requiere argumentos, no se busca convencer, si no dar un pretexto fácil. Aquí los productivos y allí los parásitos, aquí los fieles allí los traidores, aquí los de aquí allí los invasores, aquí los normales allí los invertidos… Con esta línea tratan de hacer entrar a la sociedad en una lógica dual simplista con un evidente lado bueno. Si eres un vago, un traidor, un invasor o un invertido automáticamente se te despoja de tu discurso y tus razones. El adversario no es legítimo, se le inocula como alguien no autorizado para debatir, sean cuales sean sus razones, ahora ya no valen. No es un sujeto válido para el debate, es un sujeto al que se le combate, un enemigo.


Este no-discurso tiene otra gran ventaja, exacerbar el sentimiento de pertenencia. La idea de vestir al enemigo como algo anómalo genera una ruptura de nuestra percepción social. Esto hace que el resentimiento se pueda dirigir fácilmente sobre un grupo marginal. El odio se ha convertido en una forma de pertenencia y la sociedad se ha vuelto una sociópata que disfruta castigando a un enemigo inventado. El no-discurso de la ultraderecha nos imbuye sentimientos, el enemigo causa indignación, miedo o asco, atrás queda la razón o la humanidad. Es muy habitual encontrar discursos en los que el insulto se entremezcla con la dureza y la des-humanización del enemigo. En el imaginario que esparce el discurso del nuevo fascismo los reclusos, por ejemplo, gozan de piscinas y de una vida de ensueño o los migrantes tienen todo tipo de ventajas sociales que hacen de su vida un camino de rosas.


Parece que hay una tendencia entre investigadores y sociólogos a pensar que nuestra sociedad está abandonando el concepto de justicia social para cambiarla por una justicia moral, en gran media influenciada por este no-discurso. Ya no importa si nuestra sociedad está construida sobre injusticias económicas, que el empresario se lucre explotándote o el rentista y el banquero saqueándote. Nuestra sociedad puede estar abandonando esos ejes centrales del debate político en busca de un raquítico pero muy reconfortante reconocimiento social. La exclusión y el racismo cultural hace que aquellos que han sido humillados por el sistema, explotados, saqueados o llevados a la pobreza, encuentren una forma de reconocimiento social en los sentimientos de odio y de pertenencia. La violencia y la desigualdad ya no son complejos problemas estructurales, ahora se explican fácilmente por la existencia de minorías vistas cómo anomalías sociales. Algo mucho más simple y asimilable sin necesidad de complicarse la vida con complejas teorías. Corremos el riesgo, si no es demasiado tarde, que los obreros abandonen el ideal revolucionario para instalarse en los cómodos sentimientos de pertenencia y desprecio. por las señaladas minorías que marca el potente no-discurso de las derechas. Pero aún hay mas ventajas para los que esgrimen este no-discurso. Mientras existan anomalías sociales, algo imposible de erradicar, el poder tiene excusa para dejar de rendir cuentas. Ya no existe un problema estructural y ya no hay complejas teorías que expliquen las desigualdades o la necesidades de violencia ahora simplemente existen minorías sobre las que se carga toda la frustración social. Esto limpia las manos de los que sujetan el poder y desvía las responsabilidades.


Frente a este problema algunos se han posicionado culpabilizando las líneas argumentales de la izquierda y la socialdemocracia como causas del auge social del insulto. Aupar al mundo intelectual ha relegado a gran parte de la población a ser ninguneada generando un revanchismo y a su vez la búsqueda de argumentos que destruyan ese mundo elitista. Este razonamiento tiene una base en estudios, aunque no sean concluyentes debido a su complejidad, (Stockemer (2018), European meta-analysis; Marshall (2016), UK reform study; Meyer (2017), Eurobarometer; UCL, Private vs. State School) que apuntan a una tendencia social, especialmente en Europa. Cuantos menos nivel de educación la población tiene más posibilidad de adoptar simpatías con la ultraderecha.


Tal vez deberíamos reflexionar sobre cómo evitar caer en la trampa que lleva años tejiendo el nuevo fascismo y no parece tarea fácil.

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