Publicado por DV & archivado en Burgos, Historia, Relato.

Administrador de justicia, ejecutor de sentencias, son algunos de los eufemismos que a lo largo de la historia se han utilizado para definir una de las profesiones más siniestras que jamás hayan existido: la de verdugo. En este lóbrego oficio destacó durante casi medio siglo la figura del verdugo de la Audiencia de Burgos, Gregorio Mayoral Sendino, quien desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el siglo anterior ejerció su actividad con “hábil maestrí­a” a juicio de sus contemporáneos. El garrote vil, esa maquinaria atroz con la que se administra una muerte artesanal,  y que el verdugo de Burgos  mimaba con ritual esmero, era su herramienta de trabajo. Entre el casi centenar de ejecuciones de “el abuelo”  destaca la del célebre anarquista italiano Michelle Angiolillo, agarrotado en la cárcel de Vergara el 20 de agosto de 1897.

Gregorio Mayoral

El tren se detuvo en el andén haciendo chirriar su pesada maquinaria como el graznido opaco de un animal antediluviano. Esperó a que las últimas bocanadas del humo de la máquina de vapor se disipasen para emprender su camino. Nadie le conocí­a pero la pareja de la guardia civil que le esperaba en el andén no tardó en dar con él. Siempre ocurrí­a lo mismo en todas las ciudades a las que se desplazaba para cumplir con su oficio. No costaba mucho reconocerlo, seguramente por el negro maletí­n del que nunca se separaba.

Aquella era una de esas tardes húmedas del mes de agosto y la especial deferencia con la que benemérita trataba a aquel solitario pasajero despertó la curiosidad entre los viajeros que se apearon en Vergara. Gorra calada hasta las cejas, pantalón de pana y zamarra, barba cetrina y algo chaparro y regordete, aquel hombre no daba la impresión de ser un malhechor por el respeto casi ritual que infundí­a en los guardias, pero su porte tampoco era el de una autoridad, más bien parecí­a un labriego castellano embutido en su traje habitual para los dí­as de feria.  Un cí­rculo de silencio, curiosidad y autentico miedo se desató cuando por fin se supo quien era aquel hombre –es el verdugo- exclamó una voz entre la muchedumbre que rápidamente se habí­a agolpado. Más de uno se santiguó con fervor supersticioso al paso de la comitiva que avanzaba en un denso silencio hasta la cárcel.  Habí­a adquirido la costumbre de pernoctar en los presidios harto ya de las caras foscas y malas maneras con las que le obsequiaban en las pensiones de media España. Aquel hombre metí­a miedo, y no era para menos. Gregorio Mayoral Sendino, conseguí­a despertar los temores más atávicos allá donde su artesanal oficio le llevaba.

Ramón Casas

“Garrote vil”, cuadro de Ramón Casas

Descubrir la identidad de la persona a la que debí­a dar garrote era el momento más importante del viaje y lo único que conseguí­a inquietar la serenidad del verdugo de Burgos. No guardaba buen recuerdo de la primera vez que en solitario tuvo que mandar al otro barrio a una mujer. Todaví­a siendo lego en el oficio y sin la asistencia de su maestro Lorenzo Huertas, administrador de justicia de la Audiencia de Valladolid,  aquel trabajo resultó un autentico desastre. La desgraciada no dejó ni siquiera que el cura acabase el responso, se revolvió con tanta fuera en la silla que rompió las amarras y de un certero puntapié hizo que el sacerdote saliese volando del patí­bulo. En esto Mayoral agarró por el pescuezo a la condenada y ejecutó la sentencia no sin antes poder evitar que en la lucha por libarse del infernal aparato  quedaran al aire sus partes pudendas. Las carcajadas del público que con morbosa expectación presenciaba el macabro espectáculo no se hicieron esperar. –Bochornoso- pensó  para sus adentro Gregorio, quien tuvo incluso que escuchar más de una imprecación contra sus persona. Desde aquel dí­a  decidió llevar siempre consigo sus herramientas de trabajo, su guitarra como de costumbre solí­a referirse a su aparato mortal, que custodiaba con especial mimo en el interior de su maleta negra. Llegó incluso a permitirse realizar “mejoras” que jamás reveló ante el temor de que no cumplieran los requisitos legales:  «No hace ni un pellizco, ni un rasguño, ni nada; es casi instantáneo, tres cuartos de vuelta y en dos segundos…».

A fuerza de hacer girar la manivela del garrote se habí­a convertido en una autentica celebridad. De boca de un funcionario del juzgado de Burgos habí­a escuchado que el instrumento de trabajo fue un obsequió con el que Fernando VII quiso celebrar en 1832 el cumpleaños de la reina, quedando así­ erradicada la horca en todos los territorios de España. El garrote era un método más castizo para despedirse de este mundo que la guillotina, que no traí­a buenos recuerdos a los borbones.–Patochadas, es qué en este paí­s no vamos a ser serios ni para administra la muerte- solí­a replicar indignado cada vez que se cruzaban ambos funcionarios.

De su Cabia natal pronto habí­a partido desertando del hambre a la capital para seguir malviviendo como peón de albañil, pastor o incluso zapatero. Nada le resarcí­a más de sus antiguos desvelos que haberse convertido en un profesional respetado, y a la vez temido, por aquellos que como él mismo habí­an hecho de la muerte su compañera de viaje. Ni siquiera los lloros de su madre cuando se enteró de que un hijo suyo andaba metido en aquellos menesteres conseguí­an turbar su conciencia. Algunos años más tarde llegarí­a incluso a ser conocido como “el abuelo”, decano de todos los verdugos de España y esa tarde habí­a llegado a Vergara para hacer su trabajo.

Era casi mediodí­a de aquel 20 de agosto de 1897 cuando con su habitual parsimonia subió los peldaños del improvisado cadalso que a toda prisa se habí­a montado en el patio de la cárcel de Vergara. Sentado en la silla le esperaba un joven con tez mortecina que le escudriñaba con la serenidad del que ya ha asumido su destino. El anarquista de origen italiano Michele Angolillo habí­a asesinado dí­as antes al Presidente del Consejo de Ministros Antonio Cánovas del Castillo vengando con su muerte los crí­menes cometidos en el Proceso de Montjuic. Un oscuro sumario judicial en el que fueron condenados a muerte varios militantes anarquistas y en el que la prensa internacional sacó a relucir de nuevo la leyenda negra inquisitorial al denunciar de forma insistente los abusos y torturas cometidos.  La represión se desencadenó en Barcelona tras la bomba en la procesión del Corpus un año antes, extrañamente la metralla de aquel artefacto de la calle Canvis Nous, a diferencia de la bombas orsini que Santiago Salvador arrojó desde la galerí­a del quinto piso del Teatro del Liceo, solo se habí­a llevado por delante carne proletaria al estallar en la parte final del cortejo.

asesinato_de_Canovas_Santa_Agueda__Guipuzcoa_el_8_de_agosto_de_1897

Sea como fuere, el peregrinaje que desde Londres ví­a Parí­s habí­a llevado a Angiolillo al balneario de Santa Agueda en Mondragón donde Cánovas del Castillo pasaba sus vacaciones estivales, llegaba a su final. La argolla recubrió el cuello del condenado y las certeras manos del verdugo cumplieron una vez más con su cometido. Un pañuelo negro cubrió el rostro inerte del anarquista. El ritual habí­a llegado a su final.

ejecucion a garrote en Vergara

Tampoco le tembló el pulso a Gregorio Mayoral Sendino cuando al despuntar el alba del 2 de diciembre de 1924 tuvo que dar garrote a dos de los condenados a muerte por los denominados sucesos de Vera de Bidasoa, una intentona revolucionaria puesta en marcha contra la dictadura de Primo de Rivera por anarquistas exiliados en Parí­s. Desde la frontera Navarra, la madrugada del 7 de noviembre habí­an avanzado en diversos grupos armados con la esperanza de que la población y algunos miembros del ejército se les sumasen en su intento de acabar con el dictador y la monarquí­a de Alfonso XIII. Algunas fuentes indican que su intentona habí­a sido alentada por confidentes policiales que se moví­an entre los sindicalistas exiliados. Pero todo esto ya poco importaba para Julián Santillán y Enrique Gil Galar, su suerte estaba echada. El destino les tení­a reservada una última broma macabra pues el encargado de darles el último viaje era, al igual que ellos mismos, natural de Burgos.  Esa noche volvió a dormir con la conciencia tranquila. Solo una cosa logró ensombrecer sus pensamientos, una vez soñó que presenciaba como despedí­an a uno y se entristeció al pensar “que lo habí­an dejado cesante”.

En el oscuro arrabal burgalés pasó sus últimos dí­as al cuidado de su nieta Paquita, quien sabe si angustiado porque su hija habí­a decidido fugarse con un soldado o por las visitas de aquellos que ahora le esperaban al otro lado.

Modesto Agustí­
REFERENCIAS BIBLIOGRíFICAS Y DOCUMENTALES
-Garcí­a, Antón (24/11/2009). «Gregorio Mayoral, executor de la xusticia» (en lengua asturiana). La Nueva España. Consultado el 2 de agosto de 2010.

-Peréz Barredo, R. (21702/2010) “Un ejecutor muy fino“ en Diario de Burgos.

-Peréz Barredo, R (02/10/2011) “Los tres burgaleses del patí­bulo“ en Diario de Burgos.

-Oliden Kepa (29/05/2011) “Un corto rememora al verdugo del magnicida de Cánovas del Castillo“ en diariovasco.com

-Martí­n Patino, Basilio: (1973) Pelí­cula-documental “Queridí­simos verdugos“

3 Comentarios para “El verdugo de Burgos”

  1. samosata

    Me parece todo muy bien, pero “orca” es una animal. La conocida herramienta de ajusticiamiento se escribe con h.

  2. Modesto

    Muy cierto samosata, gracias por avisar…la ortografí­a siempre ha sido mi especial condena, por eso prefiero Vurgos.

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