De cómo coquetear con lo sórdido nos puede jugar malas pasadas aunque uno sea un afamado y prestigioso hombre de negocios. Una nueva edición de nuestros relatos donde la realidad supera con creces a la ficción.
“Todo había salido a pedir de boca. La inauguración con las autoridades, las viscosas palmadas en la espalda de los políticos de más alto copete, las continúas referencias en la prensa. Todo aquello estaba coronando lo que había sido un duro esfuerzo que había durado meses. El baño de multitudes que visitaba la exposición me estaba resarciendo del feo que me hizo el Jefe al no invitarme a la boda de su hija.
Sabía que la exposición sería un éxito. Explotar el lado morboso haría que se activaran los entresijos más primitivos del rebaño. Siempre había ocurrido de la misma manera en un país donde el populacho disfrutaba de los Autos Sacramentales y de las públicas ejecuciones. Bastaba edulcorarlo con un poco de cientifismo y aroma de teleserie policíaca para rebajarle el regusto tripero a casquería de saldo que rezumaba todo aquello.
Lo difícil no había sido conseguir los cuadros del sordo, que a decir verdad nunca me había gustado por lo de afrancesado, ni los del tal Caravaccio que encima de pendenciero era italiano. No, no había supuesto mucho esfuerzo ni tan siquiera conseguir los daguerrotipos de aquella autopsia de finales del siglo XIX. A decir verdad había sido un juego de niños en comparación con lo que había sudado para conseguir la pieza estrella de aquella exposición.
Aquella mañana salí para la oficina más temprano de la cuenta. La espera de la ansiada pieza me había contagiado la excitación a la vejiga. Del baño al ordenador, del ordenador al baño, siempre ante los ojos atentos de mi secretaria. Por fin el teléfono. El tono resonó como un aullido en el interior de mis tímpanos.
– Señor, su pieza acaba de llegar. ¿Qué hacemos con ella?
-Mándala directamente a la exposición y que no me molesten en todo el día.
El mecanismo infernal de aquel artilugio me cautivó nada más verlo. Ante mis ojos se encontraba el último garrote vil que había estado en funcionamiento en Espana. El aparato de marras era uno de los inventos que llenaban de orgullo el pabellón nacional y que hacían revolverse de gusto en su pudridero al bueno de Torquemada.
Acaricié lentamente el corbatín que destrozaba el cuello de los condenados recreándome en su tacto mórbido, el sillón palpitaba como si aún conservase el calor del último de aquellos desgraciados que se habían ido para el otro barrio.
Una violenta arcada precipitó el contenido de mi estómago sobre el pavimento de la exposición haciendo que expulsara hasta la primera papilla, únicamente que aquello que barnizaba el suelo no era papilla sino una ración de callos que había almorzado en la tasca del morapio.
Sentí las miradas recriminatorias del personal de limpieza que acuchillaban mi nuca.
-¿Se encuentra bien señor?
– Si no se preocupe, creo que encuentro algo indispuesto. No se lo que me ha pasado. Lo mejor sera que me vaya a casa.
De camino a casa un zumbido constante se apodero de mis sienes. La puerta del ascensor, el ladrido del perro del vecino y otra vez las arcadas…
-Bueno, hoy ha sido un día con demasiadas emociones. Durmiendo se pasará todo y mañana será otro día.
-Vamos Salvador no te hagas el remolón, es tu turno.
-¿Pero que dice? ¿Quién le ha abierto usted la puerta de mi casa?
– Si ya se Salvador que al final te has acostumbrado a las rejas de esta cárcel, pero tanto cómo llamar a la Modelo tu casa.
-Pero se puede saber de qué esta usted hablando, pero dónde me han traído…
-¡Ay! Salvador, no te hagas el tonto ahora, eso se lo tenías que haber dicho al juez, o haberlo pensado antes de hacerte anarquista y andar por ahí asaltando bancos.
-Deje de llamarme Salvador y haga el favor de poner fin a todo este circo.
– Mira rico yo no voy a llamarte por el mote como hacían tus compañeros de andanzas, tu aquí eres Salvador Puig Antich y pasa para el fondo que te está esperando el garrote y el fulano que ha venido a ahorrarte las penas.
La sombra del garrote vil se recortaba al final de pasillo, era el mismo aparato infernal que aquella misma mañana habíamos instalado en la exposición. Dos guardias me sacaron de la celda y me asieron por los hombros. Al fondo del pasillo me esperaban el resto de funcionarios y una persona de aspecto cazurro que debía de ser el verdugo. A su lado el medico forense que habría de certificar mi muerte. Cabizbajo, con su libreta y formulario, iba dando curso legal a lo que para él era un mero trámite burocrático.
-Por favor, tiene que escucharme. Yo no soy quien dicen, soy un importante hombre de negocios, dirijo una caja de ahorros en Burgos, tienen que hablar con el comisario.
Mi rostro se reflejó en las pupilas del verdugo que me sentó en el garrote. Mi cara era la de un joven al que la fatalidad de la muerte daba un aire de apuesta pesadumbre como de aquel que se resigna ante lo inevitable.
-No ties que preocupaite chaval. Ya veras que yo no te hago de sufrir, en un momento te coloco la corbata y te queas estirao.
-Ahora dirá eso de Viva la anarquía, Vivan los consejos obreros que suelen gritar estos pájaros…
Desperté sobresaltado bañado en un denso sudor y con el corazón a punto de salírseme del pecho tic tac tic tac. Me juré a mi mismo que jamás volvería a comer callos en la tasca del morapio mientras me restregaba nerviosamente la extraña marca que me había salido alrededor del cuello”.
Gamonalero
Bonito texto.
Ramtha
Genial!! Lástima que no sea más largo, me había quedado enganchada.
martha's vineyard
Estas como un cencerro
Gamonalero
martha’s vineyard, igual es que tu tienes las entendederas un tanto perturbadas, ¿No crees?
Anónimo
Si es posible que quien haya escrito este relato este como un cencerro, pero el mas perturbado es quien ha ideado una exposicion con un Garrote Vil como pieza estrella, no cres?
descerebrado
Anónimo, también es parte de la memoria histórica
Anónimo
si, claro…