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Bertrandt-Solaris-artDesde que un extraño cometa se situó en el cielo de Burgos la ciudad parece encontrarse en un estado de histeria colectiva. El espectro de Eladio Perlado Cadaviego,  un antiguo gobernador civil visita la estancia de las más altas autoridades locales. Un relato-ficción de Modesto Agustí­ que concluye la intrigante saga de Los Visitantes.

Ahora las noches son diferentes. Traté de convencerme de que todo habí­a sido un sueño, terriblemente real, pero un sueño al fin y al cabo.  Las pastillas me ayudaban a dormir pero no conseguí­an que me creyera mi propia mentira. Mi chofer y yo sabí­amos que algo habí­a sucedido desde que aquel cometa apareció en el cielo de Burgos. Apenas hablamos del asunto pero ambos sabí­amos que desde aquella noche nada volverí­a ser igual.

Después de aquello el silencio de las calles de Burgos en las noches en las que ni los somní­feros serví­an me resultaba angustioso. La ciudad parecí­a desplazarse quedamente con el bisbiseo opaco de una tarántula que incuba sus huevos.  Aquella era una de esas noches.

Los profesionales que habí­an tratado mi caso no encontraron nada anormal en los análisis. Se limitaron a recomendarme descanso, como si eso sirviera de algo. En el fondo sabí­a que todas las alimañas que habitaban en mi conciencia se habí­an conjurado para eclosionar esa noche. Esta ciudad de provincias las alimentaba, las mecí­a con delicada ternura sabedora que se alimentaban de su misma podredumbre. La misma asquerosa sabí­a que se habí­a engendrado tras cientos de siglos de renuncias y amarguras. Si, estaba claro. Era una de esas noches.

Desde que comenzó ese fenómeno en el cielo de Burgos los casos de violencia se habí­an multiplicado. Reinaba una especie de histeria colectiva y me apresure en dar orden de que la policí­a patrullase constantemente l.  En la soledad de mi cuarto no habí­a patrulla alguna y los contornos brumosos del cometa que se habí­a detenido sobre nuestras cabezas sumergí­an la  ciudad con su luz mortecina.

-Buenas noches, señora subdelegada- La medicación casi habí­a logrado que las alucinaciones remitieran, pero aquella noche prometí­a rescatarlas intactas del remoto cajón donde presuponí­a haberlas encerrado. Lo cierto es que me lo esperaba.

-Esto no esta pasando, esto no es real- traté de convencerme en un último intento por mantener la cordura.

-Esta usted segura señora Ruperta a estas alturas de lo que es real o no.

-Márchate- grité casi desgañitándome-márchate de mi cabeza.

-No estoy en su cabeza, pero le aconsejo que no encienda la luz, no es necesario que se moleste, los espectros no tenemos rostro. Pero disculpe, aún no me he presentado, mi nombre es Eladio Perlado Cadaviego.

-Pero, ¿Eladio Perlado, uno de los últimos gobernadores civiles preconstitucionales?

-Bueno, si usted prefiere llamarlo así­. En mi época se decí­a de otra manera, pero todo queda en casa.

-No puede ser, esto no está pasando. No es más que un sueño, no eres más que una marioneta de mi conciencia.

– Quién está soñando a quién, señora Ruperta, quizá usted sea mi propia marioneta y como todas las marionetas cree que es humana. Ese es el sueño de toda marioneta: ser humana

-¿Por qué me atormentáis de esta manera, qué es lo que queréis de mi?

-No hay respuestas, señora subdelegada, solo opciones. Acompáñeme si es tan amable le mostraré algo que puede ayudarla.

Una vez más me veí­a transportada por uno de esos visitantes que poblaban mis noches desde que ese maldito cometa apareciera en nuestro cielo. Para más inri éste afirmaba ser Eladio Perlado, jefe de la Falange y uno de los últimos gobernadores civiles que tuvo Burgos bajo la dictadura.

-Hasta aquí­ llega nuestro primer viaje. Solo trate de escuchar señora Ruperta, asistimos a una reunión importante. No se moleste en hablar a los presentes, no olvide que solo somos sombras.

Parecí­amos encontrarnos en la finca particular del conocido empresario Menéndez Gozo, conocí­a de sobra aquel lugar al que me habí­an llevado los numerosos desplazamientos oficiales desde subdelegación y las cenas habituales en las que solí­a reunirse lo más granado de las élites burgalesas. El empresario estaba reunido con el señor Aparquicio, alcalde de la ciudad desde hací­a años y sobre la mesa un enorme callejero de Burgos serví­a de separación entre las dos figuras. Desde la esquina en la que contemplábamos la  estancia la escena tení­a aires de conclave clandestino

-Fí­jate, este terreno de aquí­ lo podéis revalorizar desde el consistorio y en unos años tenemos el negocio cerrado.

– Ya sabes Menéndez que desde el Gobierno Central se nos pueden echar encima, las cosas andan revueltas en Madrid.

-Pero que ingenuo eres, cualquiera dirí­a que el señor Aparquicio no sabe como funcionan las cosas en Burgos. Tú deja que yo me encargue del asunto y cumple tu palabra.

-Puede haber problemas con la subdelegación y ….

-Por favor, no me hagas reí­r. Tengo ya los sobres preparados y si esa remilgada de Ruperta no los acepta se hará por las buenas o por las malas. Ya sabes que cuento con los recursos necesarios.

Dos de los hombres más influyentes de Burgos se repartí­an la ciudad como si de su republica bananera se tratara. El espectro me tomó de la mano.

-Se da cuenta señora Ruperta, tiene dos opciones: por las “buenas o por la malas”. ¿Son ahora más ní­tidos los hilos o prefiere seguir observando?

-Creo que ya he visto demasiado

-Sabia decisión. El tiempo apremia y nos aguarda otra cita a la que no podemos llegar con retraso. Abrí­guese, ya sabe que las noches de finales de agosto en Burgos resultan frí­as

Mientras los contornos de la estancia se difuminaban sentí­ nauseas de aquellas personas que consideraba honrados ciudadanos a los que siempre habí­a tenido en cuenta en lo referente a mi cargo. Mientras estos pensamientos cruzaban mi mente una avenida se dibujo ante nosotros. El trazado caótico de los edificios me resultaba familiar, no cabí­a duda de que aquello solo podí­a ser Gamonal, uno de los barrios más poblados de Burgos levantado  a toda prisa a finales del franquismo por empresarios de la construcción como el mismo aue contra mi conspiraba desde su finca privada.

-Se da cuenta señora Ruperta. Nos encontramos en la avenida que lleva mi nombre, Eladio Perlado. Aunque las cosas ya no funcionan como las dejé y si no mire usted misma todo ese populacho enardecido

Cientos de personas se agolpaban en la calle mientras la policí­a avanzaba agitando sus porras sin distinguir sobre quien las sacudí­a. De un lado para otro volaban botellas que se entremezclaban con las pelotas de goma que los agentes disparaban a bocajarro. Los contenedores ardí­an y se sucedí­an las carreras en una secuencia de imágenes de una noche que de sobra conocí­a.

-Como puede ver señora Ruperta al menos sus agentes cumplen su ordenes. Usted les ordenó cargar y eso es lo que están haciendo. Fí­jese, de un pelotazo han dejado a una persona tirada en la acera.

-Yo no les ordené hacer esto. Mis instrucciones era que cargasen solo contra los antisistema, esos radicales que se infiltraron entre los vecinos. Yo no les pedí­ que golpearan a la gente normal.

-¿Qué entiende usted por gente normal? ¿los que hemos visto hace un momento repartirse la ciudad son tan bien gente normal?

El fragor de la batalla retumbaba en mis oí­dos mientras veí­a como desde las ventanas de los edificios la población arrojaba todo tipo de objetos a la policí­a que avanzaba como doscientos años antes lo habí­an hecho por eso mismo lugar las tropas de Napoleón.

– A fin de cuentas tiene usted razón señora subdelegada, todas las batallas son la misma batalla. Cambian los intereses pero el populacho es siempre carne de cañón. Y fí­jese, aquel hombrecillo acaba de coger la pistola que se le ha caí­do a uno de sus agentes. ¿Qué hubiera hecho usted en su lugar? Recuerde: solo hay opciones.

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En la oficina se respiraba el ajetreo diario de una mañana cualquiera de trabajo. El teléfono sonaba con la insistencia taladrante de las malas noticias.

-Subdelegación del Gobierno, ¿en que puedo atenderle- Lo siento la señora subdelegada no puede ponerse, esta mañana se encuentra indispuesta-. -No, le puedo pasar con ella por muy importante que sea.- Ya le he dicho que no es posible, no insista- -¿Cómo que ha habido un herido por arma de fuego?-  -Pero, ¿se puede saber quien es usted?-  -¿Quine dice?-  -¿¿¿El almirante Carrero Blanco????- -Venga ya, y yo el cura Merino, no le fastidia- Déjese de  bromas estúpidas-  -¿Me esta usted oyendo?- -¿Me escucha?-

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