Publicado por DV & archivado en Burgos, Relato.

514332_66798275miniPuede decirse que aquella fue una de las persecuciones más alocadas en las que jamás me habí­a visto envuelto. Tic,tiac, tic, tac el corazón estaba a punto de salí­rseme por la boca. Lo tení­a bien merecido, en su ascensión hasta las cavidades exteriores mis ví­sceras protestaban por el maltrato a las que últimamente les estaba sometiendo…Un nuevo relato de nuestro amigo Modesto Agustí­.

Para cuadro sucios duros que llevaba la vieja en el bolso me estaba pegando una carrera de miedo, y lo peor de todo es que tení­a a dos bofios justo a mis espaldas que me iban ganando terreno. Siempre me habí­an dado grima ese tipo de trabajos, demasiado escándalo, demasiada lágrima, pero cuando el mono aprieta, y aquella mañana lo estaba haciendo de una manera increí­ble, su ronroneo llega a conseguir que los principios resuenen algo menos en la conciencia.

-Al ladrón, al ladrón.  -¡Alto policí­a! Deténgase inmediatamente. Deténgase o disparo…

Siempre me ha llamado la atención ese repertorio de frases tí­picas con las que te dan el alto. Por mi parte tení­a claro que desde que me encerraron en el reformatorio con apenas16 años jamás volverí­a a pararme en una persecución. En las tantas veces en las que desde entonces me habí­an vuelto a trincar siempre habí­a vendido caro mi pellejo. También es cierto que a los bofios no les gusta demasiado que les lleven la contraria y mi afán escapista me habí­a ocasionado alguna que otra somanta de hostias. Pero hoy no iba a ser una excepción, además parecí­a que los bofios no estaban por la labor de correr demasiado.

Aquella mañana el paseo del Espolón tení­a ese aire mortecino de los dí­as finales de agosto en los que la promesa de frí­o venidero dejaba en los transeúntes una suerte de morriña anticipada por el otoño al caer . No me fue difí­cil dar esquinazo a los maderos, una vez alcanzada la Plaza del Rey San Fernando pude sumergirme en la marea de turistas franceses que por aquellas fechas abarrotaban la ciudad. Todos con ese aire desenfado de quien se muestra ajeno a otras tribulaciones que no fuesen las propias de unas vacaciones exóticas en una ciudad a la que su catedral proporcionaba una eterna aureola beatí­fica.

Quién se lo iba a decir a mi padre, Don Francisco Javier Otaola ilustre catedrático de Historia por la Universidad de Valladolid que su hijo se perderí­a en el oscuro laberinto de las drogas y la mala vida.  Cómo pensar que el vástago que con tanta contrición habí­a educado, y en el que habí­a creí­do atisbar ciertas aptitudes para la poesí­a, quizás las que a él le faltaban, se acabarí­a perdiendo en el negro pantano de la delincuencia de baja estofa.

Cuando el fallo del concurso literario que anualmente convocaba la caja de ahorros municipal hizo recaer en su hijo el galardón honorí­fico, casi logró perdonarme el que con tanto desdén hubiese abandonado a las primeras de cambio los estudios universitarios a los que él habí­a consagrado su vida. Pero la atracción por el abismo habí­a echo que su hijo declinase un hipotético brillante por venir en la literatura por los encantos de las más variadas adicciones; la heroí­na llegó de rebote tras pasar sin transición por el éxtasis y la coca.

La ruina de su hijo se habí­a fraguado a espaldas de su progenitor, una ruina que vení­a precedida de ese rosario de turbias amistades que presagiaban el naufragio, una zozobra que tan solo el viejo no habí­a sido capaz de prever. El deseo de realizar sus truncadas aspiraciones de juventud en su dí­scolo cachorro la producí­a una profunda ceguera sin visos de curación. Ni tan siquiera cuando aquella noche de borrachera salvaje a mi pandilla le dio por robar un coche que yo mismo empotré contra la primera pared que se cruzó en nuestro camino. Ni con esas mi padre se dio cuenta de la pendiente fatal por la que me estaba precipitando.

De aquella aventura me quedó una resaca de año y medio de internamiento en  un reformatorio. Mi madre no vino jamás a visitarme, estaba demasiado ocupada en denunciar a mi padre por impago de la pensión alimenticia. De aquel periodo de internamiento aún conservo la adicción a los tranquilizantes con los religiosamente nos atiborraban, además del mote con el que ya siempre mis hazañas se ventilaban en la prensa local. La jaurí­a de periodistas que se ocupaban de mis múltiples casos se encargaron de crear una especie de mitologí­a sobre lo pronto se vino a conocer como Las correrí­as del Cortaúñas. Sospecho que, a pesar de la capacidad inventiva que demostraban los plumí­feros,  el que serí­a ya para siempre mi nombre de referencia en las portadas de los periódicos locales les fue sugerido por el agente de menores encargado de mis seguimientos. Aun recuerdo la cara que se le quedó al bofio en cuestión cuando descubrió cuál era el sutil método que empleaba con las cerraduras de los coches que, tras algunas horas de diversión, terminaban inevitablemente siniestrados.

Después de un trabajo acostumbraba a matar el tiempo de la mejor manera que me lo permití­a el pacharán y otras sustancias. Siempre me habí­a sentido a gusto en aquella tasca maloliente del barrio de Rí­o Vena. Allí­ nunca habí­an puesto demasiados reparos en que me liara los porros en público. Me sentaba siempre rodeado por la misma clientela mastuerza que trasegaba su fracaso entre consumición y consumición, siempre las mismas historias de podredumbre que los parroquianos no se cansaban de repetir.

En estos devaneos me encontraba cuando una placa de policí­a se me planto en medio de las narices.

-¡Hombre!, ¿pero quién tenemos aquí­?. Si es el mismí­simo Cortaúñas, hoy has corrido como un gamo majete, pero ya ves que de nada te ha servido. Para lo poco que te cuidas cada dí­a estás más en forma chaval. Al final va a resultar que en vez de poeta tendrí­as que haberte hecho deportista.

Dos garrulos de la secreta se habí­an echado encima de mí­ y ya me habí­an puesto las esposas.  Sin casi transición me sacaron en volandas del bar sin que su abúlica clientela hiciese otra cosa que no fuera bajar la cabeza y mirar para otro lado no fuese que aquel marrón chungo les salpicase. Los hechos transcurrí­an como una de aquellas pelí­culas de cine mudo, aquellas en las que en el último momento un caballero de fino bigote desata a una expresiva doncella antes de que el tren la arroye;  pero mi fotograma se habí­a detenido un segundo antes y para mi no habí­a vuelta atrás

-Pareces un principiante Cortaúñas,  sabes de sobra que este antro lo tenemos controlado, ¿cómo se te ocurre venir a esconderte aquí­?.

-Pues ya ve usted señor agente, uno que es un animal de costumbres.

-Tira palante desgraciado que en breve vas a reencontrarte con tus colegas del reformatorio.

Ni siquiera les hizo falta meterme en el coche, a la carrera recorrimos los apenas doscientos metros que nos separaban de la comisarí­a. Alguien desde el interior abrió las puertas y nos adentramos en las entrañas del edificio. Todos aquellos funcionarios parecí­an muy contentos por recibirme. Inmediatamente después me condujeron a la sala donde me tomarí­an las huellas dactilares y me sacarí­an las fotografí­as de rigor.

– Ya veras Cortaúñas, vas a quedar la mar de guapo, y no te quejarás, esta vez no te hemos tocado un pelo.

-Pí­dele que luego te firme la fotografí­a, ya sabes que este pájaro es un gran poeta y quién sabe lo que valdrá en el futuro su firma.

Todos parecí­an muy divertidos con aquella situación, y todos me daban recuerdos para mi padre, alguno incluso se jactaba de haber  estudiado en la misma universidad.  Lastima, decí­an, que hubiera engendrado un desgraciado de mi condición. Terminado todo el papelo me condujeron al despacho del inspector que se encargaba de  menores.

-Ya veo Cortaúñas que sigues en las andadas. Sabí­a yo que no tardarí­amos demasiado en vernos de nuevo por aquí­. Pero siéntate hombre, no te quedes ahí­ mirando.

Aquel hombre encorbatado y de rostro cetrino se me quedo mirando, no era la primera vez que me las tení­a que tení­a que ver con él, pero tanta amabilidad me tení­a desconcertado.

-Y bien muchacho, no tienes nada que decirme. ¿No?, ya veo que no. Voy a refrescarte un poco la memoria. ¿Quién dio el palo el otro dí­a a la caja?

-No se de que me está usted hablando señor Inspector.

-Si, ya se, todos decí­s lo mismo. Mira Cortaúñas, si colaboras lo del tirón a la vieja puede quedarse en una cosa de pocos meses. El asunto de la caja es más complicado, hay un herido por arma de fuego y se está rifando una buena, de ti depende que no te toque.

-Le repito señor  Inspector que no se absolutamente nada de ese asunto.
¡Qué jodido Cortaúñas!. Te he dado una oportunidad y no te has querido ayudar. Peor para tí­, descuida  que pronto descubriremos de dónde hostias han salido las armas para el atraco. Si descubro que me has mentido date por perdido, ¿me entiendes mocoso?.

Ahora los fotogramas de la pelí­cula parecí­an transcurrir a cámara lenta como si mi mente encontrase cierto mórbido placer  asomándose al abismo por el que pronto me precipitarí­a. Los mismos agentes que me habí­an detenido me trasladaron hasta las celdas donde esperarí­a hasta pasar a disposición del juzgado de menores.

-Pórtate bien Cortaúñas, no vaya a ser que tengamos que estropearte un poco más esa cara de yonki que se te esta quedando.  Te dejamos al lado del Amancio que es otro que tal baila

El ritual se volví­a a repetir, me recosté contra la pared de la celda intentando no pensar en nada hasta que se decidiesen a trasladarme al juzgado. Desde la celda contigua oí­ como alguien me llamaba.

-Eh, colega,  soy el Amancio llevo ya dos dí­as metido aquí­ ¿por qué te han trincado a ti?

– Bueno, puede decirse que me ha salido mal un trabajo con un bolso. ¿y tú?

-Mira tronko, soy miembro de las Juventudes Libertarias, hace dos  noches mis compañeros y yo í­bamos pegando cárteles contra la corona. Aparecieron los maderos y echamos a correr, al final después de la carrera me pillaron a mí­.

-¿De qué hostias dices que eres?

– Joder, nunca has oí­do hablar de los anarquistas, si tenemos una sede en la Flora, tienes que haberla visto alguna vez.

-La verdad es que la polí­tica es algo que no me interesa demasiado, ¿y solo por pegar unos carteles te han traí­do aquí­?

-Según dicen los maderos son carteles bastante subidos de tono y que injurian al rey. Estoy a la espera de que me bajen a Madrid a la Audiencia Nacional. Pero no te preocupes, mis compañeros harán todo lo posible por sacarme de aquí­.

Aquel anarco se me antojaba bastante ingenuo. Si sus compañeros lo habí­an dejado solo mientras huí­an de la pasma, me costaba trabajo creer que ahora lo ayudaran de alguna manera. Mientas aquel chalado me explicaba sus ideales, rajaba y rajaba sobre el apoyo mutuo y la autogestión, me empezó a vencer el sueño. La verdad es que tanta pasión desbordante a mi me producí­a somnolencia. Antes de bajarme a las celdas los bofios me habí­an quitado el reloj, sin embargo dirí­a que eran en torno a las cuatro de la tarde.

Tendrí­a tiempo de reflexionar en el reformatorio sobre todo lo que habí­a pasado. Tendrí­a tiempo de preguntarme qué era lo que me habí­a llevado a aquella situación. Habí­a tocado fondo,  sobre mi pesaba la sombra de un atraco con un herido que ni siquiera habí­a cometido. No sabí­a si llorar de rabia o hacer que mi cabeza se estrellase contra la pared de la celda. Todo estaba perdido, y me deje vencer por el sueño con la esperanza de no despertar. Recodé con amargura en  aquella época en  la  en circunstancias similares hubiese compuesto un poema, ya no habí­a nada que hacer ni por mi ni por la poesí­a.

Un estruendo atronador sacudió el edifico, las paredes temblaban como si de un momento a otro fuesen a venirse a bajo. Parecí­a como si desde las regiones infernales Cathulu regresase a la tierra para sembrar la destrucción a su paso. El techo de mi celda se habí­a desplomado y sobre mis ojos se abrí­a el cielo azul de aquella tarde de agosto. Me incorporé como pude y subí­ a la superficie escalando entre la pila de escombros. En la celda de al lado Amancio gritaba- ha sido un atentado- añadiendo aullidos desesperados en una jerga indescifrable, quien sabe si poseí­do por el mismí­simo espí­ritu del averno que habí­a causado aquella debacle.

Por fin estaba fuera, avance como puedo viendo el dantesco espectáculo que me rodeaba, y comprendí­ que quizás aquella explosión era una espacie de segunda oportunidad que me otorgaba la vida. Esta libre, la cabeza  me daba vueltas pero estaba libre, quien sabí­a si la poesí­a se habí­a servido de aquel gesto terrorí­fico para darme otra oportunidad. No quise esperar para comprobarlo, apreté a correr todo lo que mis pulmones abrasados me permití­an.
El ambiento oní­rico se completaba con la imagen de cientos de personas cubiertas totalmente por el polvo de la explosión y que se arrastraban por el suelo llevándose las manos a la cabeza. Como un mal augurio de entre los escombros resonó gutural la voz del inspector de menores:

-Te has escapado de esta Cortaúñas, pero no volveremos a vernos pronto, ya lo creo, estás metido hasta las cejas.

Caminaba despacio por la Avenida de la Paz esquivando la marea de curiosos que se acercaban hasta el lugar de la explosión. Algunos se daban al pillaje después que los cristales de todas las tiendas se hubieran hecho añicos. El sol de agosto incendiaba la tarde, alguien me ofreció un cigarrillo. Debí­a tener peor aspecto de lo que imaginaba.

3 Comentarios para “Metido hasta las cejas”

  1. David

    Muy entretenido. Lástima que los calabozos de la Nacional están bajo tierra y hace falta una explosión de las gordas 🙂

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