Publicado por DV & archivado en Burgos, Café-tertulias, Cultura, Eventos, La Maldita, Pensamiento.

El dí­a 31 de marzo, continuaremos con las lecturas y aprendizajes en común, en una nueva sesión de los Cafés-tertulias de la Biblioteca La Maldita a las 18h. de la tarde.

En esta  ocasión nos centraremos en un capí­tulo del libro La insurreción que viene, titulado ¡En marcha, Enontrarse, A organizarse!(pág 40-52). Este ensayo francés fue publicado en el año 2007 e hipotetiza sobre el inminente colapso de la cultura capitalista. Fue escrito por El Comité Invisible.

Este libro lo comenzamos a trabajar en la sesión anterior, os dejamos el enlace de la reseña realizada http://diariodevurgos.com/dvwps/viernes-de-cafe-tertulia-en-la-biblioteca-la-maldita.php

y del libro en pdf: https://monoskop.org/images/f/fc/Comite_Invisible_La_insurreccion_que_viene.pdf

Os esperamos: Pensemos colectivamente como crear otro mundo

Un Comentario para “Café-tertulia en la biblioteca La Maldita”

  1. C.I.

    Sobre el tema , les recomiendo leer también:

    Del comité invisible sobre las formas en que el poder palpable e inmaterial se somatiza en forma de institución.

    Nuestra única salvedad versa sobre la responsabilidad. Todos los manes y desmanes legales del sistema cuentan con personas que desean realizar los proyectos y personas que participan en los proyectos para mantener sus puestos. Esta podrí­a considerarse la diferencia entre responsables directos y los indirectos. Los proyectos vienen firmados, las órdenes y decretos vienen firmadas. Todas cuentan con responsables. Bloquear el sistema como plantea el post no es suficiente, hay que encontrarlos y neutralizarlos o el sistema por ellos creado se reproducirá como un cáncer, el cáncer capitalista.
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    El poder es logí­stico !Bloqueemos Todo!

    Ocupación de la Casba en Túnez, de la plaza Sintagma en Atenas, sede de Westminster en Londres durante el movimiento estudiantil de 2011, cerco del parlamento en Madrid el 25 de septiembre de 2012 o en Barcelona el 15 de junio de 2011, motines a las afueras de la Cámara de Diputados en Roma el 14 de diciembre de 2010, tentativa el 15 de octubre de 2011 en Lisboa de invadir la Assembleia da República, incendio de la sede de la presidencia bosnia en febrero de 2014: los lugares del poder institucional ejercen una atracción magnética sobre los revolucionarios. Pero cuando los insurrectos consiguen investir los parlamentos, los palacios presidenciales y otras sedes de las instituciones, como en Ucrania, en Libia o en Wisconsin, es para descubrir lugares vací­os, vací­os de poder, y con muebles de mal gusto.

    No es para impedir al “pueblo” “tomar el poder” que se le prohí­be a éste tan ferozmente invadirlos, sino para impedirle darse cuenta de que el poder no reside ya en las instituciones. En ellas sólo hay templos desiertos, fortalezas en desuso, simples decoraciones; y verdaderos señuelos de revolucionarios. El impulso popular de invadir la escena para descubrir lo que pasa entre bastidores tiene vocación de ser decepcionante. Incluso los más fervientes complotistas, si tuvieran acceso a ellos, no descubrirí­an ningún arcano; la verdad es que el poder simplemente no es ya esa realidad teatral a la que la modernidad nos acostumbró.

    Sin embargo, la verdad respecto a la localización efectiva del poder no está para nada oculta; somos únicamente nosotros quienes rechazamos verla en la medida en que eso vendrí­a a desilusionar nuestras más confortables certezas. Basta asomarse a los billetes emitidos por la Unión Europea para percatarse de esta verdad. Ni los marxistas ni los economistas neoclásicos han podido nunca admitirlo, pero es un hecho arqueológicamente establecido: la moneda no es un instrumento económico, sino una realidad esencialmente polí­tica. Jamás se ha visto moneda que no esté adosada a un orden polí­tico susceptible de garantizarla. Es por esto, también, que las divisas de los diferentes paí­ses portan tradicionalmente la figura personal de los emperadores, de los grandes hombres de Estado, de los padres fundadores o las alegorí­as de carne y hueso de la nación. Ahora bien, ¿quién figura en los billetes de euros? No figuras humanas, no insignias de una soberaní­a personal, sino puentes, acueductos, archés: arquitecturas impersonales cuyo corazón está vací­o.

    El poder contemporáneo
    De la verdad respecto a la naturaleza presente del poder, cada europeo tiene un ejemplar impreso en su bolsillo. Ella se formula así­: el poder reside ahora en las infraestructuras de este mundo. El poder contemporáneo es de naturaleza arquitectural e impersonal, y no representativa y personal. El poder tradicional era de naturaleza representativa: el papa era la representación de Cristo en la Tierra, el rey, de Dios, el Presidente, del pueblo, y el Secretario General del Partido, del proletariado. Toda esta polí­tica personal ha muerto, y es por esto que unos cuantos tribunos que sobreviven en la superficie del globo divierten más de lo que gobiernan.

    El personal polí­tico está efectivamente compuesto de payasos de mayor o menor talento; de ahí­ el éxito fulminante del miserable Beppe Grillo en Italia o del siniestro Dieudonné en Francia. Con todo, ellos saben al menos divertirte, es incluso su trabajo. Por eso, reprochar a los polí­ticos “no representarnos” no hace sino mantener una nostalgia, además de no decir nada nuevo. Los polí­ticos no están ahí­ para ello, están ahí­ para distraernos, ya que el poder está en otra parte. Y es esta justa intuición lo que se vuelve locura en todos los conspiracionismos contemporáneos.

    El poder está por mucho en otra parte, en otra parte que en las instituciones, pero sin embargo no está oculto. O si lo está, lo está como la Carta robada de Poe. Nadie lo ve porque todos lo tienen, en todo momento, ante sus ojos: bajo la forma de una lí­nea de alta tensión, de una autopista, de una glorieta, de un supermercado o de un software de computadora. Y si está oculto, es como una red de alcantarillas, un cable submarino, fibra óptica corriendo a lo largo de una lí­nea de tren o un data center en pleno bosque. El poder es la organización misma de este mundo, este mundo ingeniado, configurado, diseñado. Aquí­ radica el secreto, y es que no hay ninguno.

    El poder es ahora inmanente a la vida tal como ésta es organizada tecnológica y mercantilmente. Tiene la apariencia neutra de los equipos o de la página blanca de Google. Quien determina el agenciamiento del espacio, quien gobierna los medios y los ambientes, quien administra las cosas, quien gestiona los accesos, gobierna a los hombres.

    El poder contemporáneo se ha hecho el heredero, por un lado, de la vieja ciencia de la policí­a, que consiste en velar “por el bienestar y la seguridad de los ciudadanos”, y, por el otro, de la ciencia logí­stica de los militares, tras convertir el “arte de mover los ejércitos” en el arte de asegurar la continuidad de las redes de comunicación y la movilidad estratégica.

    Absorbidos en nuestra concepción lingí¼í­stica de la cosa pública, de la polí­tica, hemos continuado discutiendo mientras que las verdaderas decisiones eran ejecutadas ante nuestros ojos. Es en estructuras de acero que se escriben las leyes contemporáneas, y no con palabras. Toda la indignación de los ciudadanos sólo puede conseguir chocar su frente aturdida contra el hormigón armado de este mundo. El gran mérito de la lucha contra el TAV en Italia consiste en haber captado con tanta claridad todo lo que se jugaba de polí­tico en una simple construcción pública. Es, simétricamente, lo que ningún polí­tico puede admitir. Como ese Bersani que replicaba un dí­a a los No TAV: “Después de todo, sólo se trata de una lí­nea de tren, no de un bombardero.” “Una construcción vale por un batallón”, evaluaba no obstante el mariscal Lyautey, quien no tení­a competidor para “pacificar” las colonias. Si en todas partes del mundo, desde Rumania hasta Brasil, se multiplican las luchas contra los grandes proyectos de equipamiento, es que esta intuición está ella misma imponiéndose.

    Quien quiera emprender cualquier cosa contra el mundo existente, debe partir de esto: la verdadera estructura del poder es la organización material, tecnológica, fí­sica de este mundo. El gobierno no está más en el gobierno. Las “vacaciones del poder” que han durado más de un año en Bélgica lo atestiguan inequí­vocamente: el paí­s ha podido prescindir de gobierno, de representante elegido, de parlamento, de debate polí­tico, de asuntos electorales, sin que nada de su funcionamiento normal sea afectado. Idénticamente, Italia ahora marcha desde hace años de “gobierno técnico” en “gobierno técnico”, y nadie se conmueve de que esta expresión se remonte al Manifiesto-programa del Partido Polí­tico Futurista de 1918, que incubó a los primeros fascistas.

    El poder, ahora, es el orden mismo de las cosas, y la policí­a tiene a su cargo defenderlo. No resulta simple pensar un poder que consiste en unas infraestructuras, en los medios para hacerlas funcionar, para controlarlas y erigirlas. Cómo oponerse a un orden que no se formula, que no se construye paso a paso y sin rodeos. Un orden que se ha incorporado en los objetos mismos de la vida cotidiana. Un orden cuya constitución polí­tica es su constitución material. Un orden que se da menos en las palabras del presidente que en el silencio del funcionamiento óptimo.

    Cuando el poder se manifestaba por edictos, leyes y reglamentos, dejaba abierta la crí­tica. Pero no se critica un muro, se lo destruye o se le hace una pinta. Un gobierno que dispone la vida a través de sus instrumentos y acondicionamientos, cuyos enunciados asumen la forma de una calle bordeada de conos y resguardado de cámaras, sólo exige, la mayorí­a de las veces, una destrucción, a su vez, sin rodeos. De este modo, dirigirse contra el marco de la vida cotidiana se ha vuelto un sacrilegio: es semejante a violar su constitución.

    El recurso indiscriminado a los destrozos en los motines urbanos indica a la vez la consciencia de este estado de cosas, y una relativa impotencia frente a él. El orden enmudecido e incuestionable que materializa la existencia de una parada de autobús desgraciadamente no yace muerto en trozos una vez que es destruido. La teorí­a del cristal roto está todaví­a de pie cuando se han roto todos los escaparates.

    Todas las proclamaciones hipócritas sobre el carácter sagrado del “medio ambiente”, toda la santa cruzada por su defensa, sólo se esclarece a la luz de esta novedad: el poder se ha vuelto él mismo medioambiental, se ha fundido en la decoración. Es a él a quien se apela para defender en todos los llamamientos oficiales a “preservar el medio ambiente”, y no a los pececitos.

    2. De la diferencia entre organizar y organizarse

    La vida cotidiana no siempre ha sido organizada. Para esto ha hecho falta, primero, desmantelar la vida, comenzando por la ciudad. Se ha descompuesto la vida y la ciudad en funciones, según las “necesidades sociales”. El barrio de oficinas, el barrio de fábricas, el barrio residencial, los espacios de relajación, el barrio de moda donde uno se divierte, el lugar donde uno come, el lugar donde uno labora, el lugar donde uno liga, y el coche o el autobús para unir todo esto, son el resultado de un trabajo de puesta en forma de la vida que es el estrago de toda forma de vida. Ha sido conducido con método, durante más de un siglo, por toda una casta de organizadores, toda una armada gris de managers.

    Se ha disecado la vida y el hombre en un conjunto de necesidades, y después se ha organizado su sí­ntesis. Poco importa que esta sí­ntesis haya tomado el nombre de “planificación socialista” o de “mercado”. Poco importa que esto haya acabado en el fracaso de las nuevas ciudades o en el éxito de los barrios branchés o hipsters. El resultado es el mismo: desierto y anemia existencial. No queda nada de una forma de vida una vez que se la ha descompuesto en órganos.

    De ahí­ proviene, a la inversa, la alegrí­a palpable que desbordaban las plazas ocupadas de la Puerta del Sol, de Tahrir, de Gezi o la atracción ejercida, a pesar de los infernales lodos del bosquecillo de Nantes, por la ocupación de las tierras en Notre-Dame-desLandes. De ahí­ la alegrí­a que se vincula a toda comuna. A menudo, la vida deja de estar cortada en trozos conectados. Dormir, luchar, comer, cuidarse, hacer una fiesta, conspirar, debatir, dependen de un solo movimiento vital. No todo está organizado, todo se organiza. La diferencia es notable. Una apela a la gestión, la otra a la atención: disposiciones altamente incompatibles.

    Relatando los levantamientos aimaras a comienzos de los años 2000 en Bolivia, Raúl Zibechi, un activista uruguayo, escribe: “En estos movimientos la organización no está separada de la vida cotidiana, es la vida cotidiana desplegada como acción insurreccional.” Constata que en los barrios de El Alto, en 2003, “un ethos comunal sustituyó al antiguo ethos sindical”.

    Esto es lo que explica en qué consiste la lucha contra el poder infraestructural. Quien dice infraestructura dice que la vida ha sido separada de sus condiciones. Que se han puesto condiciones a la vida. Que ésta depende de factores sobre los cuales no hay ya un punto de agarre. Que se ha hundido.

    Las infraestructuras organizan una vida sin mundo, suspendida, sacrificable, a merced de quien las gestione. El nihilismo metropolitano es sólo una manera bravucona de no admitirlo. Por el contrario, esto es lo que esclarece lo que se busca en las experimentaciones en curso en tantos barrios y ciudades del mundo entero, y los escollos inevitables. No una vuelta a la tierra, sino una vuelta sobre tierra.

    Lo que conforma la fuerza de ataque de las insurrecciones, su capacidad de asolar durablemente la infraestructura del adversario, es justamente su nivel de autoorganización de la vida común. Que uno de los primeros reflejos de Occupy Wall Street haya sido ir a bloquear el puente de Brooklyn o que la Comuna de Oakland haya tratado de paralizar con varios miles de personas el puerto de la ciudad durante la huelga general del 12 de diciembre de 2011, dan testimonio del ví­nculo intuitivo entre autoorganización y bloqueo. La fragilidad de la autoorganización que se esbozaba apenas en esas ocupaciones no debí­a permitir empujar esas tentativas más lejos. De manera inversa, las plazas Tahrir y Taksim son nodos centrales de la circulación de automóviles en El Cairo y Estambul.

    Bloquear esos flujos, era abrir la situación. La ocupación era inmediatamente bloqueo. De ahí­ su capacidad para desarticular el reino de la normalidad en la totalidad de una metrópoli. En un nivel distinto, es difí­cil no hacer la conexión entre el hecho de que los zapatistas se propongan actualmente vincular respectivamente 29 luchas de defensa contra proyectos de minas, carreteras, centrales eléctricas y represas que implican a diferentes pueblos indí­genas de todo México, y que ellos mismos hayan pasado los diez últimos años dotándose de todos los medios posibles para su autonomí­a con respecto a los poderes tanto federales como económicos.

    3. Del bloqueo.
    Un cartel del movimiento contra la ley de contrato de primer empleo en Francia, decí­a “Es por los flujos que este mundo se mantiene. ¡Bloqueemos todo!”. Esta consigna llevada, en ese tiempo, por una minorí­a de un movimiento él mismo minoritario, incluso si fue “victorioso”, ha conocido una notable fortuna desde entonces. En 2009, el movimiento contra la “pwofitasyon” que paralizó toda Guadalupe, lo aplicó en grandes proporciones. Posteriormente se vio a la práctica del bloqueo, durante el movimiento francés contra la reforma de las pensiones, en el otoño de 2010, volverse la práctica de lucha elemental, aplicándose paralelamente a un depósito de carburante, un centro comercial, una estación de tren o un sitio de producción. Esto es lo que revela a un determinado estado del mundo.

    Que el movimiento francés contra la reforma de las pensiones haya tenido como corazón el bloqueo de las refinerí­as no es un hecho polí­ticamente despreciable. Las refinerí­as fueron desde finales de los años 1970 la vanguardia de aquello que se llamaba entonces las “industrias de procesos”, las industrias “de flujos”. Se puede decir que el funcionamiento de la refinerí­a ha servido desde entonces como modelo para la reestructuración de la mayorí­a de las fábricas. Por lo demás, ya no hace falta hablar de fábricas, sino de sitios, de sitios de producción. La diferencia entre la fábrica y el sitio es que una fábrica es una concentración de obreros, de saber-hacer, de materias primas, de stocks; un sitio es sólo un nodo sobre un mapa de flujos productivos. Siendo su único rasgo común que lo que sale tanto de una como de otro ha sufrido una cierta transformación, respecto a aquello que ha entrado en ambos. La refinerí­a es el lugar donde primero se trastornó la relación entre trabajo y producción.

    El obrero, o más bien el operador, no tiene ni siquiera por tarea en ella el mantenimiento o la reparación de las máquinas, que están generalmente confiadas a interinos, sino simplemente el desplegar cierta vigilancia en torno a un proceso de producción totalmente automatizado. Es un indicador que se enciende y que no deberí­a hacerlo. Es un gorgoteo anormal en una canalización. Es un humo que se escapa de manera extraña, o que no tiene el ritmo que harí­a falta. El obrero de refinerí­a es una especie de vigilante de máquinas, una figura ociosa e inoperante [désoeuvrée] de la concentración nerviosa. Y lo mismo está sucediendo, tendencialmente, con buen número de los sectores de la industria en Occidente a partir de ahora. El obrero clásico se asimilaba gloriosamente al Productor: aquí­ la relación entre trabajo y producción está, de manera completamente simple, invertida. Sólo hay trabajo cuando la producción se detiene, cuando un disfuncionamiento le pone trabas y hace falta remediarlo.

    Los marxistas pueden conseguirse nuevos vestidos: el proceso de valorización de la mercancí­a, desde la extracción hasta el surtidor, coincide con el proceso de circulación, que a su vez coincide con el proceso de producción, el cual, por otra parte, depende en tiempo real de las fluctuaciones finales del mercado. Decir que el valor de la mercancí­a cristaliza el tiempo de trabajo del obrero fue una operación tan fructí­fera como falaz. Tanto en una refinerí­a como en cualquier fábrica perfectamente automatizada, se ha vuelto una marca de ironí­a ofensiva. Den otros diez años a China, diez años de huelgas y de reivindicaciones obreras, y pasará lo mismo. Por supuesto, no se considerará despreciable el hecho de que los obreros de las refinerí­as estén desde hace mucho tiempo entre los mejores pagados de la industria, y que sea en ese sector que fue primero experimentado, por lo menos en Francia, aquello que por eufemismo se llama la “fluidificación de las relaciones sociales”, particularmente sindicales.

    Durante el movimiento contra la reforma de las pensiones, la mayorí­a de los depósitos de carburantes de Francia fueron bloqueados no por algunos de sus obreros, sino por profesores, estudiantes, conductores, trabajadores de correos, desempleados. Esto no radica en que esos obreros no tení­an derecho a hacerlo. Es sólo porque en un mundo donde la organización de la producción es descentralizada, circulante y ampliamente automatizada, donde cada máquina no es ya sino un eslabón en un sistema integrado de máquinas que la subsume, donde este sistema-mundo de máquinas, de máquinas que producen máquinas, tiende a unificarse cibernéticamente, cada flujo particular es un momento de la reproducción del conjunto de la sociedad del capital. Ya no hay “esfera de la reproducción”, de la fuerza de trabajo o de las relaciones sociales, que serí­a distinta de la “esfera de la producción”. Esta última, por otra parte, no es ya una esfera, sino más bien la trama del mundo y de todas las relaciones. Atacar fí­sicamente esos flujos, en cualquier punto, equivale por tanto a atacar polí­ticamente el sistema en su totalidad. Si el sujeto de la huelga era la clase obrera, el del bloqueo es perfectamente cualquiera. Es quien sea, quien sea que decida bloquear; y tomar así­ partido contra la presente organización del mundo.

    Casi siempre, es en el momento en que alcanzan su grado de sofisticación máxima que las civilizaciones se desmoronan. Cada cadena de producción se amplí­a hasta un determinado nivel de especialización por determinado número de intermediarios, que basta con que uno solo desaparezca para que el conjunto de la cadena se encuentre con ello paralizada, incluso destruida. Las fábricas Honda en Japón conocieron hace tres años los más largos perí­odos de paro técnico desde los años 1960, simplemente porque el proveedor de un chip particular habí­a desaparecido en el terremoto de marzo de 2011, y nadie más era susceptible de producirlo.

    En esa maní­a de bloquear todo lo que acompaña ahora a cada movimiento de magnitud, hace falta leer un claro giro radical de la relación con el tiempo. Observamos el futuro así­ como el íngel de la Historia de Walter Benjamin observaba el pasado. “En lo que nos aparece como una cadena de acontecimientos, no ve él sino una sola y única catástrofe, que amontona sin cesar ruinas sobre ruinas arrojándolas a sus pies.” El tiempo que transcurre sólo es percibido ya como una lenta progresión hacia un final probablemente espantoso. Cada década por venir es aprehendida como un paso más hacia el caos climático, del que todos han comprendido bien que se trataba de la verdad del enfermizo “calentamiento global”. Los metales pesados continuarán, dí­a tras dí­a, acumulándose en la cadena alimentaria, al igual que se acumulan los nucleidos radioactivos y tantas otras fuentes de contaminación invisibles aunque fatales. Por eso hace falta ver cada tentativa de bloquear el sistema global, cada movimiento, cada revuelta, cada levantamiento, como una tentativa vertical de detener el tiempo, y de bifurcar hacia una dirección menos fatal.

    4. De la investigación.

    No es la debilidad de las luchas lo que explica el desvanecimiento de toda perspectiva revolucionaria; es la ausencia de perspectiva revolucionaria creí­ble lo que explica la debilidad de las luchas. Obsesionados como estamos por una idea polí­tica de la revolución, hemos descuidado su dimensión técnica. Una perspectiva revolucionaria no se dirige ya a la reorganización institucional de la sociedad, sino a la configuración técnica de los mundos. En cuanto tal, es una lí­nea trazada en el presente, no una imagen que flota en el futuro. Si queremos recobrar una perspectiva, nos será necesario unir la constatación difusa de que este mundo no puede seguir durando con el deseo de construir uno mejor. Porque si este mundo se mantiene, es primero por la dependencia material en la que cada uno está mano a mano con el buen funcionamiento general de la máquina social, simplemente para sobrevivir.

    Nos hace falta disponer de un conocimiento técnico profundo de la organización de este mundo; un conocimiento que permita a la vez poner fuera de uso las estructuras dominantes y reservarnos el tiempo necesario para la organización de una desconexión material y polí­tica con respecto al curso general de la catástrofe, desconexión que no esté atormentada por el espectro de la penuria, por la urgencia de la supervivencia.

    Para decirlo lisa y llanamente: en la medida en que no sepamos cómo prescindir de las centrales nucleares y en que desmantelarlas sea un negocio para quienes las quieren eternas, aspirar a la abolición del Estado continuará haciendo sonreí­r; en la medida en que la perspectiva de un levantamiento signifique penuria segura de cuidados, de alimento o de energí­a, no existirá ningún movimiento de masas decidido.

    En otros términos: nos hace falta retomar un trabajo meticuloso de investigación. Nos hace falta ir al encuentro, en todos los sectores, sobre todos los territorios en que habitamos, de aquellos que disponen de los saberes técnicos estratégicos. Es sólo a partir de aquí­ que algunos movimientos se atreverán verdaderamente a “bloquear todo”. Es sólo a partir de aquí­ que se liberará la pasión de la experimentación de otra vida, pasión técnica en amplia medida que se asemeja al cambio radical de la puesta bajo dependencia tecnológica de todos. Este proceso de acumulación de saber, de establecimiento de complicidades en todos los dominios, es la condición de un retorno serio y masivo de la cuestión revolucionaria.

    “El movimiento obrero no fue vencido por el capitalismo, sino por la democracia”, decí­a Mario Tronti. También fue vencido por no haber conseguido apropiarse lo esencial de la potencia obrera. Lo que hace al obrero no es su explotación por un patrón, explotación que comparte con cualquier otro asalariado. Lo que hace positivamente al obrero es su dominio técnico, encarnado, de un mundo de producción particular. Hay en ello una inclinación a la vez sabia y popular, un conocimiento apasionado que constituí­a la riqueza propia del mundo obrero antes de que el capital, viendo el peligro contenido ahí­ y no sin haber chupado previamente todo ese conocimiento, decidiera hacer de los obreros unos operadores, vigilantes y agentes de mantenimiento de máquinas. Pero incluso aquí­, la potencia obrera permanece: quien sabe hacer funcionar un sistema sabe también sabotearlo eficazmente. Ahora bien, nadie puede de manera individual dominar el conjunto de las técnicas que permiten al sistema actual reproducirse. Esto, sólo una fuerza colectiva puede hacerlo. Construir una fuerza revolucionaria, hoy en dí­a, consiste justamente en esto: articular todos los mundos y todas las técnicas revolucionariamente necesarias, agregar toda la inteligencia técnica a una fuerza histórica y no a un sistema de gobierno.

    El fracaso del movimiento francés de lucha contra la reforma de las pensiones en el otoño de 2010 nos ha proporcionado la amarga lección de ello: si la CGT (Confédération Générale du Travail) ha llevado la delantera sobre toda la lucha, es en virtud de nuestra insuficiencia sobre ese plano. Le habrí­a bastado con hacer del bloqueo de las refinerí­as, sector donde aquélla es hegemónica, el centro de gravedad del movimiento. A partir de entonces le estaba permitido en cualquier momento silbar el final del juego, reabriendo las compuertas de las refinerí­as y liberando así­ toda presión sobre el paí­s. Lo que hizo entonces falta al movimiento es justamente un conocimiento mí­nimo del funcionamiento material de este mundo, conocimiento que se encuentra disperso entre las manos de los obreros, concentrado en la cabeza de chorlito de algunos ingenieros y ciertamente puesta en común, del lado adverso, en alguna oscura instancia militar. Si se hubiera sabido destrozar el abastecimiento de lacrimógenos de la policí­a, o si se hubiera sabido interrumpir un solo dí­a la propaganda televisiva, si se hubiera sabido privar a las autoridades de electricidad, podrí­amos estar seguros de que las cosas no habrí­an terminado tan penosamente. Hace falta, por lo demás, considerar que la principal derrota polí­tica del movimiento consistió en conceder al Estado, bajo la forma de órdenes prefectorales, la prerrogativa estratégica de determinar quién tendrí­a gasolina y quién estarí­a privado de ella.

    “Si hoy en dí­a te quieres quitar de encima a alguien, tienes que atacar sus infraestructuras”, escribe de manera muy precisa un universitario estadounidense. Desde la Segunda Guerra Mundial, el ejército aéreo estadounidense no ha dejado de desarrollar la idea de “guerra infraestructural”, viendo en los servicios civiles más banales los mejores blancos para poner de rodillas a sus adversarios. Además, esto explica que las infraestructuras estratégicas de este mundo estén rodeadas de un creciente secreto. Para una fuerza revolucionaria, no tiene ningún sentido saber bloquear la infraestructura del adversario si no sabe hacerla funcionar, en caso requerido, en su beneficio. Saber destruir el sistema tecnológico supone experimentar y poner en marcha al mismo tiempo las técnicas que lo hacen superfluo. Volver sobre tierra es, para comenzar, dejar de vivir en la ignorancia de las condiciones de nuestra existencia.

    Comité Invisible.

    Texto incluido en A nuestros amigos (2014)

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